Con el voto del honor de solo 32 legisladores, la Asamblea de la Vergüenza aprobó ayer el Art. 30 sometido por el Poder Ejecutivo. El Secretario General del PLD y también Presidente de la Asamblea motivó su aprobación en nombre de su partido, de su presidente y de su iglesia.
Ayer Juan Bosch se revolcó en su tumba, mientras el coro de hipócritas seguía celebrando con bombos y platillos el centenario de su nacimiento. Que alguien explique cómo los mismos que ayer ultrajaron su memoria se atreven a seguir organizándole ferias y homenajes al más fiel discípulo de Hostos, al que promulgó la Constitución laica del 63 que derogó el Concordato trujillista, al que frente al chantaje eclesiástico prefirió ser depuesto por las armas antes que renunciar a sus principios democráticos.
Cuarenta y seis años después vuelve a imponerse el fanatismo de ultraderecha, esta vez sin la amenaza de las armas porque los herederos de Bosch en el PRD y el PLD hace tiempo que perdieron, no digamos ya la integridad, sino hasta el pudor (a los herederos de Balaguer, obviamente, no hay ni que mencionarlos). Y así ocurrió que los mismos que ayer constitucionalizaron la noción demencial de que una célula fecundada tiene los mismos derechos que una mujer adulta, aprobaron en la misma sesión y sin rubor alguno el artículo que garantiza la libertad de conciencia y de cultos. Óigase bien, ¡aprobaron la libertad de conciencia y cultos con las rodillas todavía hinchadas de hincárseles a los ayatolas!
Pero solo el tiempo dirá si lo de ayer, más que un triunfo arrollador, no sería una victoria pírrica, sobre todo para la Iglesia. A nuestra clase política la conocemos muy bien, por lo que no creo que el espectáculo de oportunismo y desvergüenza que ha protagonizado en los últimos días tomara a nadie por sorpresa (aunque, eso sí, a Leonel que nunca más vuelva a hablar de modernidad en público, para que no se le rían en la cara).
Contrario a la clase política, que ya no tenía prestigio que perder, la Iglesia sí que perdió. Hasta ahora la jerarquía eclesiástica dominicana había evitado asumir discursos estridentes sobre cuestiones que, aunque su doctrina considera tan pecaminosas como el aborto, gozan de la aprobación incuestionable de la ciudadanía, como el derecho al divorcio o al uso de anticonceptivos.
Esta vez equivocaron el cálculo cuando confiaron en que la ciudadanía seguiría acatando su peculiar versión de la ‘defensa de la vida’ sin respingar. No se dieron cuenta a tiempo que la República Dominicana de hoy no es la misma de hace dos décadas.
Recordemos que a comienzos de los años 90 hubo un primer intento de despenalización del aborto terapéutico en el contexto de los trabajos de modificación del viejo Código de Salud.
En esa ocasión la sociedad civil permaneció en silencio mientras la Iglesia apeló a todos sus recursos organizativos, políticos y mediáticos para avasallar al reducido grupo de feministas (y escasísimos aliados) que nos atrevimos a promover dicha propuesta.
Como en esa ocasión no fue cuestionada por otros sectores, la campaña por la ‘defensa de la vida’ sirvió para consolidar el liderazgo moral y el prestigio político de la Iglesia (como se evidenció poco después, durante la crisis política del 94).
Pero esta vez no fue así. El listado de organizaciones sociales, gremios profesionales, personalidades mediáticas, analistas políticos, directores de medios, expertos constitucionalistas, personalidades científicas y académicas, etc. que ahora se pronunció en favor de la despenalización parcial fue enorme.
Peor aún para la Iglesia, lo hicieron llamando las cosas por su nombre y poniendo al desnudo la irracionalidad y el fanatismo que subyace en la postura eclesiástica.
Y resulta que no es lo mismo descalificar a un pequeño grupo de feministas que descalificar a la Sociedad Dominicana de Obstetricia y Ginecología, a la Academia de Ciencias, al Colegio Médico Dominicano, a Participación Ciudadana, al Rector de la UASD, al Director de FLACSO, al Colegio Dominicano de Abogados, etc., etc.
El resultado es que, quizás por primera vez en la historia dominicana, desde la feligresía se cuestiona abiertamente la infalibilidad de los jerarcas en materia espiritual y desde la sociedad civil se cuestiona abiertamente la certidumbre de su liderazgo moral. La Iglesia mismo consiguió lo que sus adversarios jamás hubieran logrado: por un lado, alienar a muchos de sus fieles, dividiendo la feligresía; por el otro, perder la condición sacrosanta que la hacía políticamente intocable en el ámbito público.
Los cientos de católicos que durante días y días expresaron su rechazo a la posición de la Iglesia a través de blogs, cartas al editor, programas interactivos en la radio, listas de e-mail, etc., dejaron poca duda de que también aquí ha crecido la brecha entre la jerarquía recalcitrantemente pre-moderna y la masa de católicos, sobre todo los más jóvenes y mejor educados. Ratzinger y la curia siguen sin entender que no estamos en la época del pergamino sino del Internet.
El análisis anterior sugiere que, desde la perspectiva del mediano plazo, es posible que tanto la Iglesia como los partidos hayan actuado con miopía política; que será necesario cotejar las ganancias aparentes del corto plazo con los desgastes y mermas en otros sentidos, más sutiles pero no menos reales que la aplastante victoria legislativa de ayer.
La Iglesia tuvo que dilapidar mucho capital político para conseguirla sin que quede claro qué es lo que va a obtener a cambio, ya que es altamente improbable que las autoridades judiciales empiecen a perseguir a las decenas de miles de mujeres que interrumpen embarazos cada año, así como a las parejas, proveedores, familiares y amistades que las asisten en el proceso. Solo el tiempo dirá quiénes ganaron y cuánto.
Denise Paiewonsky